viernes, 27 de abril de 2007

La profesión y sus nombres

Resulta importante tener un nombre porque el nombre define, sitúa, organiza el caos. La importancia de la labor de nombrar las cosas del mundo se ha reflejado en todos los mitos del origen y todavía hoy, en un mundo en que el código genético y los números identificativos van haciéndose un hueco cada vez más importante, las personas tienden a valorar mucho su nombre y sus apellidos. Son contados los casos en que un individuo cambia alguno de ellos, generalmente por un rechazo hacia la vinculación que el nombre supone, como su relación con un pariente delincuente u otras nada comunes.

Lo que quiere decir que el nombre se toma como parte de uno y definitorio con respecto a uno mismo. De modo que elegir nombre, nombrar, designar con un apelativo no es nada trivial. Por el contrario, es fundamental.

En la profesión de los que hacen, se ocupan o piensan sobre jardines, al menos en España falta esa definición del nombre. No voy a hacer historia ni un repaso exhaustivo de los nombres que se nos dan o los que nosotros mismos nos atribuimos pero sí analizaré con cierto detalle tres de ellos, que son, por otra parte, los más corrientes y los que siempre terminan por estar encima de la mesa a la hora de las firmas, las influencias y los repartos. Que no son pocos, como se verá.

El más elemental, es el de jardinero. Su historia es larga, pero no tanto como se cree, ya que su aparición depende de la voz "jardín" que parece que procede de Francia en fecha incierta, pero desde luego no parece que antes del siglo XV. "Jardinero" tiene un inconveniente grave: entre nosotros lo es quien cultiva un jardín, quien se dedica a la tarea de cuidarlo. "Por oficio" señala el DRAE, lo que viene a equivaler, lingüística y socialmente, a un trabajo manual. De modo que no es difícil encontrar profesionales titulados que rechazan ser "jardineros" porque su profesión no se acomoda a ese oficio. Y no les falta razón, aunque parezca algo clasista señalarlo. Contaré una anécdota propia que demuestra que esto está más extendido de lo que parece. En su momento, preguntaron a mi hija pequeña en la guardería en qué trabajaban sus padres, qué "eran". Con su madre no tuvo dificultad porque es enfermera y trabajaba como tal. Conmigo no sabía. Me preguntó. Para ahorrarle disquisiciones (sólo tenía 3 o 4 años) le dije que su padre, yo, era jardinero. Su madre, entonces mi mujer, se enfadó mucho conmigo porque pensaba que me desmerecía al calificarme yo mismo de tal. Que yo tenía un título. Que las cosas no eran así. Que todos mis colegas eran mucho más rimbombantes que yo. Etcétera.

En los últimos tiempos se oye hablar de "paisajista", que es una versión ilustrada, más amplia (y por ello menos definida) de lo anterior. Lo es, en varios sentidos. Por un lado, "paisaje" amplía en la medida que se quiera el término "jardín". Se habla de "paisaje urbano", "paisaje industrial" y otros muchos, y cuando se trata del "verde" en general o en concreto, "paisaje" tiende a comprenderse entonces como el jardín en sentido amplio, con todos sus adminículos modernos y todas sus pretensiones actuales. Incluida la extensión. Pero "paisajista" tiene, al menos, dos defectos. El primero de ellos es el histórico: se refiere primordialmente al pintor de paisajes. Sólo recientemente ha reconocido el DRAE la segunda acepción referida al "especialista en la creación de parques y jardines y en la planificación y conservación del entorno natural". Todavía hay mucha gente que cree que este "especialista" es un pintor de montes, cascadas y arboledas. No es grave el defecto pero sí molesto. Es como si un empresario tuviera que aclarar continuamente que lo suyo es la empresa y no la pintura. O como si un escritor tuviera que explicar de continuo que sólo escribe, que no pinta. Molestias, pequeñas si se quiere, pero molestias al fin y al cabo. El segundo inconveniente es más específico. Paisajista supone definir primero qué es el paisaje para saber cuál es el campo de juego del oficio. Esta es una tarea que conlleva dificultades y no pocos matices y que, sinceramente, está por hacer. Teniendo en cuenta que biólogos, químicos o filólogos añaden muchas veces adjetivos de especialización a sus titulaciones, no parece que ser paisajista y señalar que se especializa uno en "paisaje natural" o "paisaje urbano" sea algo raro. Tampoco es especialmente grave aunque sí importante, sobre todo si se trata de delimitar el tipo de actuación que debe llevar a cabo el paisajista. Es, por lo demás, mi opción favorita, entendiéndose que ninguna de las tres que expongo me gusta en exceso.

La última es la auténticamente conflictiva y, desgraciadamente, es la más extendida y la que cuenta con más adeptos. Trataré de desentrañar por qué a mí me parece que no debe emplearse o al menos, qué connotaciones presenta en el mundo que nos rodea. Hago la salvedad de que, seguramente, el caso no es extrapolable a otros países próximos, pero creo que es plenamente válido para España. Se trata de la expresión "arquitecto paisajista".

La noble palabra "arquitecto", y con ella, "arquitectura", tiene un origen muy antiguo. Pues su raíz está en arjé, el principio, el fundamento y por tanto, arquitectura es el arte de proyectar y construir edificios" (no otra cosa: ni puentes, ni automóviles, ni jardines), aunque solemos usar la palabra "arquitectura" con el sentido de "estructura", "organización interna" y es en tal sentido en el que el DRAE admite una segunda acepción como "estructura lógica y física de los componentes de un ordenador". No tengo empacho en admitir también que la palabra "arquitectura" se utilice como definitoria de una estructuración interna de un sistema político, de una organización religiosa o de un pensamiento filosófico. Me parece una buena metáfora siempre que no pretenda adueñarse de lo que no es suyo. Y tal es el caso, me parece, de los jardines.

Es verdad que para ello suele hacerse referencia a la historia, pero es una referencia incompleta e interesada. En el mundo romano, del que hemos tomado tantas cosas, no había jardineros pero tampoco arquitectos en el jardín. Había villici y hortulani. También topiari. Ellos hacían, diseñaban y mantenían los jardines. Los ingenieros hidráulicos como Frontinus se dedicaban a las conducciones de agua. Los arquitectos como Vitrubio a las edificaciones. Que uno y otro hicieran referencias ocasionales a los jardines es tan natural como que Columela las hiciera en su libro X al agua o a las edificaciones que rodeaban al jardín. No es aquí donde habrá que buscar los ejemplos.

Tampoco entre los árabes. Sólo en el Renacimiento aparece esa fusión de ambas disciplinas, pero también aquí vemos cómo interesadamente al arquitecto se le suma el jardinero haciéndolos uno solo. Pero Bramante, Vignola y por supuesto Leonardo o Miguel Ángel, además de ser capaces de diseñar jardines, o edificios, también pintaban, escribían, investigaban. En la época de la que hablo, ser un uomo universale era, justamente, eso: serlo todo. No en vano seguimos hablando entre nosotros de quienes poseen conocimientos amplios, profundos y variados refiriéndonos a ellos como renacentistas.

Los franceses, y muchos menos los ingleses, tampoco confundieron arquitectos y jardineros en las épocas de brillantez de sus respectivos estilos de jardín. Por el contrario, en determinados lugares, fueron los jardineros lo que impusieron sus leyes y sus proporciones o trabajaron a la misma altura que los autores de las edificaciones. Le Nôtre fue el más significativo en Francia, pero Repton, que fue el primer "jardinero paisajista" reformaba fachadas y proponía cambios en los edificios, siendo así que su primera tarea era la de jardinero. La situación era la contraria a la que se pretende ejemplificar.

Trazar el modo en que se ha llegado a la situación actual es arduo y requiere un estudio a fondo. Pero se ve con bastante nitidez que no hay una razón histórica especial, antigua, para llegar a esta situación. Y sí una reciente. Los arquitectos, agrupados (siempre en España) obligadamente en colegios profesionales, forman uno de los sectores profesionales más poderosos. La razón es bien sencilla: cualquier vivienda que deba cumplir unos mínimos requisitos de seguridad y habitabilidad (en los países occidentales) debe hacerse conforme a un proyecto. Ese proyecto sólo pueden redactarlo los arquitectos. Es su modo de vida. Por ello cobran. Y eso les hace poderosos. Todos necesitamos una vivienda. Y eso les da trabajo y poder.

Nada que objetar a todo ello; no seré yo quien pida que mi casa la haga un médico o un filósofo. Descuiden que si tengo que encargársela a alguien iré a un estudio de arquitectura, el mejor que pueda encontrar. Pero las edificaciones se instalan sobre un suelo. Y ese suelo, además de una propiedad jurídica, debe organizarse para la construcción de edificios. ¿Qué mejor candidato que la persona que vaya a construirlo? Los arquitectos entonces se convierten en urbanistas. Tampoco nada que objetar, aunque sin apasionamientos, ya hay que admitir que este aspecto surge a partir de otros, es una situación sobrevenida. No está tan claro que ingenieros, ecólogos o sociólogos no tengan nada que decir en el urbanismo. De hecho, tienen mucho que decir, lo mismo que el paisajista. Éste no es más que un aspecto derivado, por mucha antigüedad que tenga. Y hay que señalarlo porque aquí se da una trampa, piadosa, pero trampa al fin. Si en un texto sumerio se habla del arquitecto que traza los planos de una ciudad en ese imperio ¿cómo podemos saber que la traducción correspondiente de esa palabra sumeria designa precisamente al que se ocupa de la construcción o, por el contrario, se traduce por arquitecto, es decir, con las implicaciones semánticas actuales, porque es lo que se hace entre nosotros? Creo que aquí hay una petición de principio. La pregunta parece retórica pero no lo es: muestra que si yo me equivoco, este artículo debe enviarse a la papelera. Pero que si acierto, el lenguaje, como bien sabemos, puede resultar muy, pero que muy, interesado. Habida cuenta de que arquitecto y arquitectura provienen del latín y anteriormente del griego, hablar de cómo traducir el sumerio 1.000 años anterior a esas culturas no es, en absoluto, banal. La traducción no puede traicionar interesadamente el texto. Podemos admitir que llamemos arquitecto a aquel funcionario que trazaba las ciudades siempre que no se olvide que no es el precedente de los arquitectos urbanistas actuales, sino el precedente de quien traza las ciudades. El nombre que le añadimos está lastrado por el interés propio.

Todavía falta un paso más. Y es que el urbanismo, que se desarrolla sobre el suelo, parece tener una continuidad natural en cualquier espacio que haya de organizarse, sea una zona de paso, deportiva, natural o ajardinada. ¿Qué más natural que un candidato urbanista para cubrir el puesto de organizador del suelo? ¿Del suelo ajardinado, por ejemplo? Hasta el más escéptico ha de aceptar que, desde luego, hay un corrimiento (y hasta el momento de apariencia legítima) de funciones, para ocuparse de más y más cosas interrelacionadas.

¿Por qué digo que es legítima su apariencia? Porque entra de lleno en el oficio de quien cuida y trabaja en los jardines. Si fuéramos entidades individuales completamente autónomas, cada cual haría su oficio sin preocuparse de los demás. Pero existe una categoría, que los marxistas han visto con mucha claridad, denominada trabajo. Y una división del mismo, lo que inevitablemente conlleva que unos se dediquen a unas cosas y otros a otras. Más: que haya una jerarquización a la que además nos lleva la propia estructuración social y técnica contemporánea. Alguien tiene que mandar, por decirlo de manera simple. ¿Quién mejor para organizar los espacios verdes de la ciudad que la persona que, titulación mediante, sabe de construcción y urbanismo, mientras que el jardinero, con sólo su oficio, debe limitarse a lo suyo, a plantar y a podar? La pregunta es hiriente y supongo que nadie la aceptará como su planteamiento. Pero yo no escribo esto para complacer. Lo escribo para intentar aclarar. A mí me parece que el argumento es irreprochable y está en la base de nuestra organización social. Y lo peor del caso no es ni siquiera esto. Lo peor es que esta organización se sostiene sobre la base de un corporativismo colegiado y obligado como he señalado antes. ¿Alguien cree que los arquitectos tendrían la repercusión artística, política y mediática que tienen si tuvieran otra profesión? No. Es claro que lo uno lleva a lo otro. Y por ello no se puede aceptar esa ampliación interesada de su espectro hacia el jardín. Al menos no sin una reflexión previa. Oir, como se oye, en foros relacionados con los jardines y el paisaje que los arquitectos son los diseñadores de jardines por naturaleza propia es tragarse de un golpe todas estas consideraciones y llegar a la conclusión sin una mínima reflexión previa. Si alguien debe decir algo en contra de estos argumentos, debe argumentar contra lo que digo, no contra una u otra profesión.

Porque por si alguien lo ha olvidado, estoy hablando de terminología, no de profesiones. Que un arquitecto haga jardines no me importa en absoluto si cumple los requisitos que haya que cumplir. Cuáles y quién deba hacerlos cumplir es otra cosa. Como tampoco me importa que un arquitecto practique la medicina o pilote aviones comerciales. Cumpliendo los requisitos: es decir, haciéndose médico o piloto, tras años de estudios y de preparación, con sus prácticas correspondientes. ¿Y jardinero? No, tampoco me importa, tras años de preparación y prácticas. ¡Pero hombre!, se me dirá. ¿Para qué va a estudiar un arquitecto jardinería o paisajismo si eso ya se ha comprobado históricamente que está en sus atribuciones? Y además ¿jardinero? ¿O paisajista? No, hombre: tendrá que ser, en todo caso, arquitecto paisajista.

Se cierra el círculo. ¿Se ve clara la trampa lingüística que lleva a la de las atribuciones, se sustenta en ésta y se basa en sucesivas aproximaciones? Es lo único que digo. Sé que habrá quien me entienda mal, pero a quien le ocurra, le pido por favor que relea hasta entender. Yo no hablo de intrusismo profesional, ni de proyectos que se pagan o no, ni de técnicas, ni siquiera hablo de conocimientos necesarios. Hablo sólo de nombres (jardinero, paisajista, arquitecto paisajista) y digo lo que me parece cada uno de ellos. E insisto en que lo mismo que "jardinero" se ve lastrado por sus connotaciones manuales y que "paisajista" tiene la pega de acercarse a la tarea del pintor, "arquitecto paisajista" sesga hacia los arquitectos (que tienen otras funciones) las tareas propias del paisajista. Que no pocas veces van contra la arquitectura y el urbanismo dominante.

Y sólo como añadido curioso: la palabra "paisajista" engloba a los dos sexos, cosa que no ocurre con las otras dos. ¿No parece una opción mejor?

Ecos de Justus Lipsius. Acerca del jardín estoico

"El jardín estoico". Así se titula el artículo de Mark Morford ("The stoic garden", Journal of Garden History, vol. 7, 2, pp. 151-175), aunque, más en concreto, el texto se refiere al jardín "neoestoico" que desarrolló el filósofo y humanista holandés Justus Lipsius (1547-1606), en la práctica coétaneo, como se ve, de Montaigne y de Bacon, por proponer dos nombres relacionados con la filosofía y los jardines.

Morford afirma que los jardines fueron importantes para Lipsius y se propone en el artículo examinar la vuelta del estoicismo de la mano de este filósofo y del papel que tuvo el jardín en ese regreso. Es de rigor, pero también llamativo, que desde las primeras líneas nos recuerde que hasta ese momento el jardín había sido el símbolo del placer epicúreo y, por tanto, escenario de otra opción filósofica, cosa que se olvida fácilmente. La idea del locus amoenus medieval que pasó luego al Renacimiento no casa, en efecto, con la nueva fórmula que el (neo) estoicismo propone.

Uno de los cambios, significativo, es la aparición de una horti lex. A partir de esta época (y el estudio conjunto está todavía por hacer aunque David Coffin le ha dedicado cierta atención) estas leges hortorum se hacen consuetudinarias a los jardines. Expresan su uso (incluso regulan su apertura al público en general, lo que nos lleva de nuevo a la dicotomía jardín cerrado/jardín abierto) y por ello deben considerarse como expresivas de una nueva manera de concebir el jardín. Cierto que éste sigue siendo un lugar agradable, placentero, pero también presenta otras utilidades que requieren de conocimiento y de instrucción. De ahí, la regulación de su uso. Recuerdo de paso, pero me parece pertinente hacerlo, que los estoicos se caracterizaron por una postura ética de tipo universalista y, por ello, con máximas comunes para todos. En el caso de los jardines, eso es lo que vienen a ser las leges hortorum.

Morford se refiere también a los "jardines" que se mencionan en la literatura griega. Si pongo entre paréntesis el término es porque dudo, y mucho, acerca del verdadero carácter de jardín de esos lugares: el de las Hespérides, el de Alcínoo, los de Adonis. Se trata más bien de lugares naturales remozados o enriquecidos, y los de Adonis no pasan de ser una metáfora vegetal del trascurso vital y de la fertilidad. Interesantísimos pero sin relación alguna con los numerosos ejemplos, concretos, que descubrimos en el mundo romano. Viene esto a cuento de que Morford sitúa a estos jardines como un modelo ideal, mítico, de jardín para el Renacimiento. Y ciertamente no podría haber sido de otro modo puesto que no existen descripciones de traza o de estructura sino tan sólo de detalles. Se trata, en resumidas cuentas, de descripciones idealizadas y no realistas, que dan pábulo a la sugestión pero no aportan gran cosa desde un punto de vista materialista, que es el que importa cuando se trata de llegar a la, pedestre, tarea de plantar un jardín.

Una anotación importante es la que se refiere al carácter práctico, productivo, de los jardines griegos, más cercanos a los huertos que a los jardins de plaisir. En toda la Antigüedad no fue de otro modo y hay que llegar hasta la ferme ornée del XVIII para ver cómo ambas facetas se segregan definitivamente. Incluso hoy se manifiesta en parques públicos y privados una fuerte tendencia a usar vegetales que recuerdan o suponen la relación con la productividad de la tierra: véanse el uso de repollos coloreados en macizos de temporada invernal y el uso de frutales en calles y parques.

Morford alude a los jardines que servían de sede a escuelas filósoficas en Grecia. Es llamativo que Zenón enseñara en un pórtico (la stoa poikilé, la puerta pintada) seguramente anejo a una zona ajardinada o de carácter naturalista, mientras la Academia, el Liceo o la escuela de Epicuro estaban situados en jardines, o lo que podemos hoy entender por tales. Quizá sea por aquí por donde el paseo a cubierto o protegido combina filosofía y aire libre, y puede que jardín, aunque los peripatéticos, como ya sabemos, eran justamente los liceístas de Aristóteles, que disponían de amplios terrenos plantados. De modo que la cuestión estoica queda, por este lado, un tanto debilitada.

Pero, naturalmente, la cuestión del lógos (traducida convenientemente por ratio y razón, aunque el latín y el castellano dan menos de sí que el original griego) se transforma también en otras cosas. Por ejemplo, en la ordenación del jardín y sus parterres, según indica Morford. El orden, pero también la variedad de la vida, aparecen así en el jardín. El autor señala así mismo algunos aspectos que hacen de éste, concebido de así, un jardín estoico: el orden limita la ansiedad con la que el propietario mira su jardín, todo está en su sitio, según una razón universal. El otium que se desarrolla en el jardín es de tipo activo, lo que seguramente supone contacto con la naturaleza al tiempo que el visitante se emplea en el ejercicio de la razón, de la filosofía. El negotium es, justamente, el pensamiento, el ejercicio de la filosofía. Añade Morford que mediante el jardín, el filósofo estoico se yergue por encima de las limitaciones del cuerpo humano y, al abandonar el páthos de su vida humana (la ansiedad, el temor), logra una auténtica libertad sometida sólo al rigor de la razón que, en esa época, en Europa, se resume en Dios. Resulta así una conciliación de estoicismo y cristianismo. No me parece tan claro, sin embargo, el hecho de que el filósofo estoico trascienda las limitaciones de su cuerpo gracias al jardín, como no sea debido al integración del hombre en un medio natural ordenado, deudor por tanto de la Naturaleza y por tanto de Dios, en una especie de panteísmo que, quizá preludia el tan traído y llevado de Spinoza.

El resto del texto de Morford se refiere a cuestiones concretas que tienen más que ver con la estética Renacentista y la horticultura holandesa de la época que con la filosofía estoica. El autor dedica algunas páginas a estudiar el tipo de actividad jardinera y los contactos que mantenía Lipsius. Interesante pero que se aleja ya de mis intereses de momento. El texto de Morford, no obstante ser, desde mi punto de vista, un tanto farragoso y truncado, ofrece una perspectiva sugerente para el estudio de las corrientes filosóficas en relación con los jardines de una determinada época. Más adelante comentaré, seguro, algunas investigaciones mías que van por este camino y que tienen que ver con un futuro congreso. De momento, me detengo aquí.

De etimologías mal entendidas

Desde que Heidegger pusiese de moda los estudios etimológicos para adentrarse en las fuentes del conocimiento, la etimología se ha convertido en herramienta hermenéutica de primera magnitud. A veces, no muy bien empleada. Anne van Erp-Houtepen en "The etymological origin of the garden" (Journal of Garden History, vol. 6, nº3, pp. 227-231) intenta trazar, en efecto, ese origen, pero comete dos errores que a estas alturas del siglo XXI considero relevantes y poco disculpables.

El primero es que, implícitamente, se confunde el origen etimológico con el origen auténtico del jardín. Es cosa común, y aunque muchos saben (y creen) que el mundo no comenzó tal y como cuenta el Génesis, dan por hecho que el jardín como paraíso sólo funciona desde la época de escritura del texto sagrado. Olvidan que hubo otras culturas anteriores, olvidan que la herramienta y la función preceden al nombre, olvidan, en fin, que el mundo no se centra sólo en la cuenca mediterránea. Resulta difícil aceptar que una indagación tan simple como la de Anne van Erp-Houtepen pretenda pasar por una investigación filológica seria que arroje luz (cosa que podría hacer) sobre la idea de jardín en distintas culturas.

El segundo error es, muy posiblemente, consecuencia del primero. La autora termina por referirse casi sólo al ámbito anglosajón dejando a un lado otros idiomas, que sólo aparecen de modo tangencial. Es decir, que el origen etimológico parece estar centrado en una sola lengua o tronco lingüístico, con lo que la importancia del asunto, la idea de jardín, pasa a ser algo así como patrimonio de esa cultura. Con ser inadmisible este enfoque, me parece aún más peligroso otro aspecto: su falsedad. Me da igual si Anne van Erp-Houtepen sabe o no, si cree o no, si ha investigado o no lo que cuenta. De fingidores está el mundo lleno. Pero hacerlo pasar por bueno, bajo la etiqueta de una investigación seria supone confundir la buena voluntad del lector poco avisado. Me sorprende incluso que el Journal aceptara su publicación porque científicamente es un artículo bien flojo. Veámoslo en algunos de sus puntos más débiles.

Para dar una definición del jardín acude a la de Repton en sus Fragments on Landscape Gardening and Architecture, de 1816, en la que el célebre paisajista lo califica como "trozo de terreno vallado para defenderlo del ganado y apropiado para el uso y placer del hombre y está, o debería estar, cultivado". Que Repton lo definiera así es comprensible. Que se acuda a esa definición como representativa es lo contrario: del todo incomprensible. Claro que Anne van Erp-Houtepen admite que sólo ha consultado el Oxford Dictionary y añade en nota al pie "I also consulted several etymological and common dictionaries of the other languages mentioned in this article" (p. 231, n.2), pero, cosa rara, no los cita. Y debería, porque las lenguas mencionadas son, según mi recuento: inglés (moderno y antiguo), griego, latín, español (que, sin ánimo chauvinista también tiene su faceta "antigua" que considerar, como todas las lenguas que han evolucionado de otras), italiano, francés, holandés, alemán, noruego (éste sí, antiguo), eslavo (no estoy muy seguro, pero supongo que aquí se refiere al antiguo eslavo, porque yo creo que hoy nadie habla eslavo sino derivados modernos de él), ruso, búlgaro, danés, frisio, sueco y persa. No sé si me dejo alguno. Pero en una cuenta de 16 o más (si contamos los "antiguos") una investigación etimológica que se precie y quiera servir de algo, ha de aportar una buena tanda de diccionarios con pelos y señales: estanterías enteras, diría yo. Porque coger al azar un diccionario búlgaro-inglés, por ejemplo, y dar la equivalencia de "ciudad" o de "jardín" entre ambas lenguas no es una investigación filológica. Es consultar un diccionario bilingüe.

Hay además algunos aspectos vidriosos que son, justamente, los que piden a gritos una investigación en serio. Un ejemplo. Cuando en castellano traducimos yard por "patio" estamos dando una equivalencia general pero ¿sabemos qué es un yard en Inglaterra? ¿Es equivalente el concepto al del patio cordobés, por ejemplo? Dar ese salto es admisible en el lenguaje común: los espacios son homogéneos conceptualmente hablando. Pero en el lenguaje técnico no debemos permitirnos semejantes equivalencias sin ahondar un poco más.

Se ve claro que la supuesta investigación etimológica es sólo linguocéntrica y más concretamente anglocéntrica. Eso hay que advertirlo en el título y no meterse en camisa de once varas con otros idiomas de los que nada se sabe. Si lo que quería la autora era "demostrar" que en la idea de jardín va implícita la idea de recinto cerrado o vallado, los resultados son esperpénticos: eso ya lo sabíamos desde antes de Repton y sin tener que acudir a Soto de Rojas.

No deja de ser discutible (pero la autora lo da por hecho, sin más) que la palabra park designe un hermano mayor de jardín. Su linguocentrismo queda patente en la frase que sigue: "It is also an area for cars to wait in: the car park" (p. 228). Podría haber añadido que otros idiomas, como el italiano, el francés o el español han adoptado de modo corriente la palabra "parking", con lo cual también puede aplicarse esa etimología a otras tres lenguas de golpe. No estoy seguro (habría que ir al Corominas, que no tengo a mano) pero "aparcar" es un término bastante antiguo y según el DRAE significa (¡en primera acepción!) disponer en un lugar adecuadamente los carruajes y los pertrechos de guerra. No me parece probable que el origen sea el park inglés, aunque podría ser, sino seguramente algún término anterior. Respecto a términos confusos, apunto solamente el asunto del hortus latino que para nosotros da "huerto" o "huerta" mientras importamos del francés (esto si recuerdo haberlo leído en el Corominas) la palabra "jardín". Todas estas acepciones, definiciones y equivalencias siguen estando oscuras y con pocos estudios de lingüística comparada.

Finalmente, por no insistir más, remito como resumen del enfoque de Anne van Erp-Houtepen, pobretón y acientífico, a la frase: "Finally going back to the very first garden, which, as Francis Bacon puts it 'God Himself planted' we arrive in paradise". Habría sido de agradecer que, por lo menos, la autora se remontase al Génesis y no acudiera a la autoridad del texto baconiano. Bacon, un filósofo al que he estudiado con esmero, goza (con sus debilidades mundanas por los cargos y el dinero, pero también con su valiente denuncia de los idola) de todas mis simpatías, pero no sirve para hablar del paraíso como jardín. La suya es una referencia obvia (aparece como cita liminar en mi libro Historia de los estilos en jardinería) pero sólo eso. No aporta nada ahí salvo literatura.

Todo esto me remite al inicio: la investigación etimológica es importante, casi diría crucial, para entender el concepto, la idea de jardín. Pero no de esta manera amateur y sesgada. Por desgracia, el calado del mar que debemos explorar es muchísimo mayor. Conocerlo supone un estudio más detenido, científico y prolijo que éste.

jueves, 26 de abril de 2007

Maneras de contar la historia: una reflexión

Una lectura interesante de los últimos días ha sido el artículo de John R. Bryson y Philippa A. Lowe, "Story-telling and history construction: rereading George Cadbury's Bournville Model Village", publicado en el nº 28 (2002) del Journal of Historical Geography, pp. 21-41. El artículo recorre la formación del pueblo de Bournville (1895) como parte del movimiento inglés de las ciudades-jardín y por ello modelo de muchas otras ciudades de posterior factura. ¿En qué consiste el interés de este artículo?

Aparte del obvio por la historia de Bournville, que se desmenuza y ofrece muchos aspectos nuevos, hay, al menos, otras dos facetas que tienen una aplicación muy clara al jardín y a su historia. Intentaré resumirlas y sacar alguna conclusión que pueda servir para la reflexión.

En primer lugar, lo que los autores proponen es releer la historia escrita de Bournville y desbrozar la que llaman "historia admitida o aceptada" (accepted history), es decir, la historia tal y como comúnmente se acepta que fue y se transmite, para llegar a la que llaman la "historia alternativa" (alternative history) que tiene en cuenta otros aspectos no bien estudiados hasta ahora y que dan un cierto vuelco a lo que conocemos de esa ciudad. Por simplificar, aunque los autores dan todos los matices del caso, la historia aceptada da por hecho que Cadbury propuso un tipo de urbanismo de baja densidad, no restringido a sus empleados, mientras que la historia alternativa apunta más bien a la formación de una urbanización a la que los fines especulativos no son ajenos y sin zonas ni elementos comunales propiamente dichos. Este planteamiento oculta además dos hechos de importancia: uno, que Cadbury adscribió, una vez realizado, su ciudad al movimiento de las ciudades-jardín, pasando a ser considerado como modelo del mismo, y dos, que Cadbury tenía unas ideas acerca de la célula familiar (de carácter burgués y patriarcal) que trató de inculcar a los compradores y moradores de Bournville, propugnando una pauta de padre trabajador y hortelano (que cultivaba el huerto para contribuir a subvenir a las necesidades familiares) y de madre ama de casa. Antes de criticar netamente el modelo (que hoy nos parece retrógrado, pese a que en buena parte del mundo, entre nosotros también, sigue siendo el principal modelo vigente) conviene no olvidar que hablamos de los inicios del siglo XX, en los cuales se estaban sustanciando los movimientos de liberación proletaria y femenina, que darían con el muro de la Primera Guerra Mundial y luego con la Guerra Civil española, la ascensión del fascismo y la Segunda Guerra Mundial. En tan sólo 50 años el modelo cuestionó la sociedad burguesa reinante desde el siglo XVIII, propuso fórmulas revolucionarias para sustituirla, las probó en diferentes lugares y con distintas escrituras y cayó derrotado cediendo el protagonismo a una sociedad democrática y nominalmente igualitarista, pero de inspiración capitalista y burguesa. Lo ocurrido hasta la caída del Muro en el 89 no es más que una agonía penosa, que además mostró la peor cara del socialismo: su rodillo estatalista y su nula conciencia acerca de la individualidad. Pero esto nos llevaría muy lejos.

Como no podía ser menos, la historia que se nos cuenta tiene que ver con el enfoque social de quien la cuenta. Eso es obvio y ocurre también en el caso de Bournville. Es interesante su aplicación aquí porque Bournville pasa de modelo social a escenario urbanístico contemporáneo y, por ello, ofrece no pocas enseñanzas.

Pero, en segundo lugar, esa lectura nueva que los autores sugieren con respecto a Bournville, puede aplicarse también a nuestra lectura de los jardines. ¿Hemos leído correctamente su historia? ¿Quién nos la ha relatado? ¿Qué debemos restar, sumar o indagar de nuevo respecto a cada versión oficialista que se nos ha contado? No se trata, por supuesto, de creer que en todas partes se oculta el engaño. A veces lo hay, pero no es eso lo principal. Sino, más bien, que el enfoque de cada historiador es diferente al de otro y por ello ofrece facetas diversas de un mismo objeto, en este caso, de la historia de un jardín o de los jardines. Creo que no sorprenderá a nadie si digo que, en mi opinión, se debe disponer de una herramienta teórica para abordar la Historia del Jardín y de los Jardines. Si todo entra indiscriminadamente en el mismo saco, sin distinción, lo que saquemos de él será confuso y mal orientado. De ahí mi insistencia en contar con una Teoría del Jardín, algo que nos proporcione un marco dentro del cual nos movamos con homogeneidad para poder entendernos. Sé que habrá quien considerará esto pedestre; quien lo tendrá por ordenancista; he compartido mesas redondas con arquitectos y profesionales prestigiosos a quienes semejante idea de una teoría parecía no sólo innecesaria sino absurda (ganas he tenido de vez en cuando de poner algunos ejemplos de la propia historia de las ideas en los que muchas de estas reticencias se debían, sin más, al miedo a la pérdida de la posición de privilegio). Pero basta con coger casi cualquier libro de historia del jardín para comprender que una narración basada en descripciones, o en sucesiones de hechos, o en (como es tan común entre nosotros) muchas y babosas admiraciones hacia los monarcas y los nobles españoles que hicieron jardines, para comprender, digo, que una narración así no lleva a parte alguna. La historia es interpretación por mucho que haya quien la quiera aséptica y limpia de adherencias: la del jardín no es una excepción y mostraré un ejemplo tan sólo para que se vea en qué consiste esa "descarga" ideológica que no es más que una "dejadez" filosófica de la cuestión que realmente importa.

Cuando un historiador del jardín muestra esa admiración tan bobalicona por nobles y monarcas (dígaseme, por favor, qué otra cosa debían hacer aparte de administrar sus tierras y sus súbditos), oscurece (cuando no oculta) el hecho de que el jardín , así planteado, es un privilegio de unos pocos. Históricamente, eso no es bueno ni malo. Es un hecho. De ahí a considerar que los parques públicos actuales son, por ser de todos, reductos sin interés que merezcan la atención de los diseñadores más exquisitos, oponiéndolos por ello mismo a los "auténticos" jardines (los privados), no hay más que un paso (no estoy inventando nada: la teoría elitista de Assunto así lo explica. Véase su Ontología y teleología del jardín). Pero considerar así los jardines públicos de hoy supone, sin dudarlo, darles de baja en una continuidad histórica que tiene su origen en la noche de los tiempos (no en el Génesis). Y por ello, hacer de menos a los modelos actuales.

Pero, todavía más, obliga a otras componendas: como es difícil sostener sin crítica (y no olvidemos que el modelo que critico es admirativo) que sólo los poderosos podían disfrutar de jardines y aceptarlo sin más, es consecuente dar por hecho que en todas esas sociedades hubo siempre jardines públicos. El primer ejemplo que se pone es el del Imperio Romano (una de las maquinarias legales más opresoras de todos los tiempos; recuérdese que los investigadores dan como cifra probable un 65-75% de población sometida a la esclavitud). Lo que subyace tras este enfoque son dos afirmaciones, a cual más discutible: 1) que los gobernantes no eran tan malos y atendían a las necesidades de su pueblo, al proporcionarles estos espacios; y 2) que esos jardines públicos eran "mejores" en estilo y diseño que los actuales, justamente por ese origen noble. ¿Exagero? Creo que no, aunque sé que muchos no estarán de acuerdo con una interpretación tan radical (dicho sea de paso, la radicalidad aquí quiere tender a la verdad y por tanto admite cualquier tipo de crítica bien fundada). Creo que hace falta hurgar un poco en el enfoque y disponer de algunos esquemas previos para poder desmontar estas falacias: de uso público, sí, pero sólo para los súbditos y por ello, para individuos sin derechos. Es decir, espacios pseudo-públicos (como los coliseos) en donde se podía entrar cuando se permitía la entrada, pero nada más. La propiedad, el dictamen sobre el uso y sus restricciones quedaban en manos del emperador.

Me parece por ello conveniente disponer de narraciones claras y no lastradas ideológicamente (en lo posible) y sí formadas filosóficamente, mediante teorías comprobables o refutables. Lo contrario, creo que sin mucha ironía, son ganas de marear la perdiz y no entrar a fondo en las cuestiones que interesan. Comentaré en otro momento el libro citado de Assunto, que ha sido una de mis lecturas de cabecera en los últimos tiempos porque, si bien me parece sugerente que un filósofo dedique tanto afán al jardín, me parece que sus conclusiones, a más de elitistas, son erróneas. Justamente porque no dispuso de una teoría completa acerca del jardín. ¿Ah! y comentaré que su elitismo, pese a su interés de hacerlo parecer al de Ortega, tiene poco que ver con el del filósofo de las masas.

Lo cual nos lleva, más brevemente, y en tercer lugar, a la narración que de los jardines abiertos actuales hacemos. ¿Por qué me parece importante? Basta ver el estado de muchos de nuestros jardines públicos para darse cuenta de que el modelo que se propugna es un "todo a cien" jardinero. Basta mencionar que un jardín tiene plantas autóctonas, que es sostenible, que alberga zonas deportivas u otras zarandajas por el estilo para que los ciudadanos (poco avisados) crean que el jardín que les plantean es el mejor de los posibles. Basta con ver lo que se hace en Berlín, París o Londres para darse cuenta de que los modelos, allí, son otros (y, por lo general, mejores).

Me parece superfluo insistir en estos asuntos porque creo que están claros. No es una mera cuestión de propaganda. No se trata de vender el producto (que es lo que ahora se hace) sino de dar cuenta de él de manera razonada a quien lo paga y lo usa: todos. ¿Cómo? Formando. Explicando. Dando normas de uso. Fomentándolo. Valorándolo. No haciéndolo competir con los automóviles, con el urbanismo desaforado o con las ideas arquitectónicas (u otras) de moda. En definitiva y por el contrario: haciendo cosas que no hacemos, o hacemos muy mal.

Cuestiones de ética

La referencia que me sirve aquí es Joachim Wolschke-Bulmahn: "Ethics and morality. Questions in the history of garden and landscape design: a preliminary essay", en Journal of Garden History, 1994, pp-140-146.

No deseo entrar en las consideraciones generales que hace el autor y que darían, creo yo, para un artículo entero. Así su definición de ética, tomada de la edición de la Encyclopedia of Philosophy, es, por no decir más, un tanto simple. Que la ética consista [sólo] en "to critize irrational moral beliefs and to search for certain, rationally justifiable moral principles" [p. 140] me parece una simplificación excesiva. Si se atiende al panorama (ni siquiera muy amplio) que presenta la Encyclopedia of Philosophy en la red, se ve que hay mucho más campo del expresado por el autor para servirse de guía. Más: no es válido que se eluda el tema por tratarse "sólo" de una aplicación de la ética al jardín. Por el contrario, hace falta una presentación, una definición matizada convenientemente para saber con precisión de qué estamos hablando. Por no hablar de esa "crítica a las creencias morales irracionales" que es una petición de principio; antes de criticar hay que establecer un baremo para situar en el campo de lo moral lo que lo es y lo que no lo es.

Sólo quiero hacer una reflexión al hilo de lo que autor apunta en su artículo. El asunto más importante es, seguramente, el debate según se plantea en la actualidad. Pero Wolschke-Bulhman mete demasiados asuntos en el mismo cesto, empezando por sus profesiones: arquitectos paisajistas, conservacionistas de la naturaleza, ecologistas y demás [p. 141]. El error es de partida al hablar de jardín y paisaje, aunque seguramente no puede evitarse. Pero, sólo por aportar profesiones que digan algo o tengan algo que ver sobre el paisaje, se me ocurren: geógrafos, biólogos, ecólogos (no sólo los ecologistas), historiadores, artistas de diverso cuño, sociólogos, ingenieros de diversas ramas, geólogos... sin olvidar a los agricultores. La lista es casi interminable, porque toda actividad humana se asienta, directa o indirectamente en el paisaje. De modo que hay que delimitar, demarcar, primero, para poder situar después. El resultado es que, a partir de aquí, el artículo respira un enfoque conservacionista-ecologista que poco tiene que ver con el paisaje tal y como lo entienden los arquitectos, los paisajistas (no sólo los arquitectos-paisajistas, de esto hablaré próximamente en una entrada) o los ingenieros, aunque todos estén relacionados entre sí. El texto mezcla continuamente enfoques ambientalistas (environmental problems) con enfoques desdibujados de tipo jardinero o paisajista. Aclarémonos: un jardín no es la naturaleza. Más: incluso hacer un jardín es "forzar", "violentar" la naturaleza. Hasta tal punto es así, que en el siglo XX una de las modas jardineras ha sido la reivindicación de un diseño "sostenible", de la utilización de plantas "autóctonas", de uso de un esquema más "naturalista". ¡Justamente porque el jardín, usando los elementos de la naturaleza, crea una obra artificial que se separa de ella! ¡En eso consiste su valor, en que es una obra humana! Todo lo demás son metáforas, pero esto es meridianamente claro.

Y es aquí, justamente donde aparece la moralidad. Basten tres ejemplos elementales que pueden ampliarse ad infinitum. ¿Es moral hacer jardines y malbaratar la naturaleza? Esa podría ser una pregunta de partida. Pero hay muchas más. Muchos jardines son privados. ¿Existe un derecho a malbaratar la naturaleza aun siendo un sector de la misma de propiedad privada? Cuando uno vive en una urbanización y tiene 100 metros cuadrados de parcela puede no tener gran importancia: cuando uno plantea un campo de golf, un hotel lujo o una reserva (ajardinados) en lugares de naturaleza preservable, la pregunta es sumamente pertinente. Por no olvidar el ejemplo de la presencia de algas o plantas acuáticas exóticas que han pasado de los acuarios a los ríos y el mar y están planteando problemas ecológicos realmente graves. Otro tanto podría escrutarse también en la jardinería, con otras especies de herbáceas, por ejemplo. Muchos jardines son públicos. ¿Cómo debe plantearse esa propiedad pública que se paga con dinero de todos y que pretende valores higienistas y saludables, generalmente en el centro de las ciudades? He ahí unas líneas fértiles de investigación que nos llevan muy, muy lejos, sin necesidad de incluir en esto la discusión de las contaminaciones de las selvas amazónicas o la regulación de los grandes cursos de agua en Rusia y China. Imagínese el campo para la discusión si en lugar de "jardín" hablamos de "paisaje" y de sus relaciones. Es indudable que hacen falta unas coordenadas previas para poder navegar en este amplísimo, repito, amplísimo, y proceloso, mar de las definiciones y las atribuciones morales.

Está muy claro, para concluir este brevísimo comentario, que la cuestión de la moralidad es muy amplia y no abordable mediante simplificaciones bien intencionadas. Y, como de costumbre, parece importante contar con una teoría del jardín (y su relación con el paisaje) que sitúe el terreno de la discusión en sus justos términos antes de profundizar para no llegar a malentendidos y sí a clarificaciones.

Y una nota añadida: Assunto, Venturi Ferriolo y Cooper, por citar sólo unos pocos, hablan de democracia en relación con los jardines. Habrá que estudiar y matizar este asunto pero la ética, desde luego, no se agota en una mirada sobre el planeta que nos aocge.

La colonización de la naturaleza

El libro de Beth Fowkes Tobin Colonizing Nature. The Tropics in British Arts and Letters 1760-1820 (2005) es provocador y rompe moldes en más de un sentido. Aun siendo discutibles alguno de sus enfoques (la autora adopta una terminología de corte marxista que casa mal con una interpretación historiográficamente oportuna hoy de los hechos y las ideas) sus opiniones son muy reveladoras y arrojan una luz cruda y nada complaciente sobre las relaciones de la metrópoli con las colonias basándose en la horticultura tropical, en la tenencia y disfrute de jardines y en el uso explotador (no sostenible, dirían otros lenguajes) de la flora de los trópicos. Esta tarea crítica está todavía muy lejos de ser aplicada al caso español y requerirá tiempo e investigaciones muy pormenorizadas acerca de esas mismas relaciones.

Hay varios aspectos reseñables y que abren perspectivas nuevas sobre los cultivos de los trópicos y su explotación por los colonizadores. La autora señala, por ejemplo, que en las descripciones, relatos de viajes, cartas y demás documentos de la época, no se incluía el hecho de que los nativos cultivaban plantas antes de la llegada de los blancos, como tampoco se reseñaban la cantidad de mano de obra y los conocimientos técnicos que requerían y el desequilibrio que producía en el medio natural esperar de los nativos, a cambio de prácticamente nada, alimentos cultivados. La idea de una "Arcadia" o un "paraíso" felices subyace a esa literatura equívoca que olvida ver el esfuerzo que supone obtener lo que el hombre blanco, en su satisfacción acrítica de conquistador, colonizador y explotador de otros mundos, da por mágicamente producido y acepta con la naturalidad de quien espera un regalo merecido. Una parte de la sobreexplotación actual de los países tercermundistas y de la liquidación de la naturaleza en las grandes reservas naturales tiene se base en este "dar por hecho" que los seres inferiores (no otra cosa eran los negros, los mestizos y los indios para la mayor parte de los colonizadores blancos) y la naturaleza están a nuestro servicio sin otras contrapartidas o exigencias.

La autora maneja algunos términos, como "botín", que expresan bien su toma de postura ideológica y la rebatiña que se produjo en los Nuevos Mundos a la llegada del europeo. Compara así mismo la poesía pastoril o bucólica con el género geórgico (de moda desde Virgilio y en el que, junto con los consejos de cultivo se da una idealización de la agricultura que sistemáticamente olvida el esfuerzo necesario para practicarla con éxito). La autora se muestra muy crítica con este olvido y apunta, certeramente, a que esta ausencia manifiesta una ideología propia del imperialismo y la colonización, al tiempo que ofrece una imagen empobrecida, de tierra vacía, de los trópicos a los que llegaron los civilizados europeos.

Otros aspectos no son tan contundentes, debido a que la autora ofrece una mezcolanza de facetas que habrían requerido una estudio aparte. Me refiero, por ejemplo, a la traída de plantas tropicales para ser cultivadas como plantas de interior en Europa o a la llamada "garden conversation piece" en la que hace un intento de sociología a través de las escenas pictóricas de paisaje o jardín, trasladadas a los trópicos; ambas cuestiones parecen exigir más desarrollo. Por cierto que esta pintura de "escena campestre" o de "escena jardinera" no ha recibido, seguramente por no tener la misma importancia, estudios de relevancia que yo conozca en España y en su etapa colonizadora. Habría además que estudiar comparativamente ambos casos y establecer pautas que permitieran sistematizar estos cuadros como elementos historiográficos.

Por último, hay dos conceptos que la autora maneja y analiza con cierta profundidad pero que exigen, a mi entender, una profundización ulterior en relación con la ciencia de la época y con los conceptos de filosofía de la ciencia que hoy nos son conocidos. Me refiero a los conceptos de "catalogación" y "colección". Sin entrar a analizarlos en detalle, baste decir, y así lo ve muy acertadamente la autora, que la botánica y los jardines botánicos ofrecen un campo de estudio muy amplio. Añadiré que la taxonomía linneana, a la que se refiere ella con cierta amplitud, es un paradigma de una época y justamente el conocimiento del mundo, basándose en la lógica aristotélica, en la descriptiva baconiana y en el racionalismo kantiano, subyace a una manera de verlo que lleva, según la autora (pero ¿es así, verdaderamente?) a su colonización y explotación sin límites.

He aquí, por añadidura, un tema más de estudio. Las relaciones entre jardinería y botánica, entre "arte jardinero" y "ciencia hortobotánica" han pasado por momentos tensos pero también ofrecen sinergias de gran interés. Entre nosotros, al menos, estos temas están por estudiar. Como casi todo. Para que no se me tache de pesimista infundadamente ahí van tres ejemplos elementales en este mismo ámbito del libro que comento: 1) ¿Cuándo y cómo, por quién, y qué generos, especies o variadedes se trajeron de América y dónde se plantaron? 2) ¿Cuál es el origen de las modas de ciertas plantas que vemos reiteradamente en jardines de una época, como los Trachycarpus, las Sequoiadendron o los Cedrus libani? ¿Se cultivaron en viveros, pasaban de unos jardines a otros...? 3) ¿Cuál es la influencia, si la hubo, a la directa y a la inversa, entre España y sus colonias, en el ámbito jardinero: plantas, modos de cultivo, jardineros?

Son temas importantes entre tantos otros que están todavía por estudiar y, parafraseando a Bécquer, "esperan la mano de nieve" que sepa pulsar esas cuerdas que produzcan resultados y novedades que sirvan para comprender mejor el jardín.

Utopías y jardines

Inicio aquí un tema que me parece de importancia y que, creo, se ha tratado poco de un modo riguroso desde el punto de vista del jardín. Las ideas que siguen deben tomarse sólo como introducción, y leve, al asunto. Habrá, pues, que volver sobre ellas.

Cualquier estudiante de filosofía sabe que "utopía" es un término utilizado con sentido por vez primera por Thomas More en su libro homónimo, Utopía. Ha pasado a ser lugar común que una utopía es algo irrealizable lo que, si bien es una ampliación de su campo semántico, contribuye a oscurecer algo su sentido originario. Porque útopos es lo que no es lugar, lo que no tiene sitio, lo que no está en parte alguna (Muguerza ha reflexionado sobre el asunto y nos ofrece una idea paralela, a saber, que tampoco existe en el tiempo, que todo útopos es un úcronos). Pero en todo caso, el sentido está claro en general para todo el mundo.

Lo que ya no está tan claro es que un jardín sea una utopía y basta un par de preguntas para hacer temblar esa afirmación. Por ejemplo: si un jardín es una utopía, ¿cómo es que encontramos jardines por todas partes? Se puede contestar que lo que se busca es reproducir la utopía, pero en tal caso hay que tener en cuenta que la pregunta se hace acerca de la idea motriz, no de los resultados prácticos que la imitan. Y si sólo se trata de la idea de una utopía ¿no será que el jardín como tal no es más que una idea cuyas realizaciones concretas son pobres y torpes imitaciones... de qué?

Pero este es el enfoque fértil. Claro que no existe una utopía: desde el momento en que se hace real, deja de ser utópica. Por lo tanto, el jardín se mueve en un terreno de "sí-no", oscilante, cambiante y por ello fecundo, tanto para el arte como para el pensamiento. A este tipo de utopías, las ha denominado Foucault "heterotopías" en un intento de calificarlas de espacios heterogéneos, de lo que podríamos llamar espacios "raros". Considerar al jardín dentro de esta categoría es una buena manera de abordar algunos aspectos liminares del jardín, como por ejemplo el de la propiedad de la tierra que lo alberga. Y consecuentemente el aspecto del ideario, que me parece clave para entender la evolución del jardín.

[La imagen es una xilografía de Ambrosius Holbein para la edición de Utopía del año 1518. Representa al viajero Raphael Hythloday en la esquina inferior izquierda en el acto de describir a su interlocutor la isla de Utopía, que se muestra esquemáticamente sobre él]

¿Jardín o jardines?

En la línea de lo expuesto anteriormente, sabemos que la historia nos ayuda comprender muchas cosas sobre el ente "jardín". Ahora bien, el jardín como tal no existe. Existe la idea de jardín, el arquetipo, la categoría (por hablar filosóficamente) y existen los jardines, que como objetos concretos sí tienen historia.

Parece entonces una consecuencia aceptable que el estudio deba enfocarse desde dos ángulos diversos: por uno, el estudio de la idea, de la categoría, lo que equivale a decir que deben estudiarse las ideas que, a lo largo de la historia y en las diversas culturas, han categorizado el jardín como objeto; aquello, por decirlo de otro modo, que dice qué es un jardín y qué no lo es. El otro ángulo es el estudio de la historia de los jardines concretos o la historia de todos los objetos que conocemos como jardines. Es lo que abordé en mi Historia de los estilos en jardinería (Istmo, 1982) y que puede verse en tantos otros libros genéricos sobre el tema. Para quien esté interesado en echar un vistazo, muy superficial, a los jardines principales y a la evolución histórica de los mismos, puede ser un buen comienzo la página History of Landscape Architecture de Kenneth Helphand, del Department of Landscape Architecture de la Universidad de Oregón. Las fotos no son nada del otro jueves, pero dan una idea aproximada de la evolución de los jardines.

Con todo, y como iré desarrollando aquí y ya he expuesto públicamente en cursos y congresos, la historia de los jardines no puede entenderse sin la historia de la idea de jardín y eso es algo que está, todavía, por hacer y en la que la filosofía tiene mucho que decir.

miércoles, 25 de abril de 2007

El jardín y su historia

Conocer la historia del jardín (no meramente la de los jardines) es importante por diversos motivos.

El primero es el propio de toda disciplina: hay que saber de qué trata o de qué trató. Es una curiosidad general que permite centrar el asunto del que se habla. Está claro que un químico puede prescindir de los conocimientos alquímicos, pero es seguro que si conoce el desarrollo razonado de la historia de la química (por lo menos la que va de Lavoisier hasta el siglo XX) enriquecerá su visión sobre su propio trabajo.

El segundo es más específico. La historia del jardín revela la posición de esta construcción humana en el campo amplio de la cultura y del arte y por ello es reveladora también del papel que los jardines han tenido en la historia reciente de la humanidad. Lo que a su vez, y por una a modo de extrapolación, indica con claridad qué sentido pueden tener los jardines y parques que se diseñan y se plantan hoy.

Todavía hay un tercer aspecto que es de mucho más calado. Se trata del estilo. Podemos imaginarlo como una cascada: el ser humano está rodeado de naturaleza y forma parte de ella. Al mirar y usar ciertas áreas de la naturaleza crea lo que, en términos amplios, se denomina paisaje, un a modo de fragmento visual o de apropiación de un segmento de la naturaleza. Cuando quiere crear un jardín (que, entre otras cosas, supone un acercamiento y esa peculiarísima apropiación de la naturaleza) elige instintiva o conscientemente un modelo: justamente el que le da el paisaje circundante. Si a ese modelo se le aplican determinadas restricciones o desarrollos mediados por los conocimientos técnicos, la cultura en general y el arte, se obtiene un estilo de jardín. De modo que el estudio de la historia del jardín es, a su vez, estudio de sus estilos históricos y de las influencias que han permitido llegar a ellos. Lo cual tiene una consecuencia inmediata clarísima: podemos extrapolar esos conocimientos para comprender, analizar y estudiar los estilos actuales, sus influencias y sus tendencias.

A diferencia del químico, es esencial que el paisajista conozca bien lo que se ha hecho antes y por qué: de ese modo está en disposición de seguir a partir de lo ya hecho y no creer, por el contrario, que inventa algo que, podría ser, ya se hizo un siglo antes. La comparación con los músicos o los novelistas es reveladora: será bonito escuchar una sinfonía "al estilo de Beethoven" compuesta en 2005 o leer un entretenido folletón "al estilo de Pérez Galdós" escrito en 2007. Lo que en su día aportaron el de Bonn y de Las Palmas fue enorme y merecedor de los máximos reconocimientos. Lo que hoy supone recrear esas composiciones musicales o escritas no pasa de ser un ejercicio escolástico. Igual con los jardines.

El jardín y la reflexión filosófica

Hay muchos filósofos en la actualidad que reflexionan acerca del jardín en términos muy diversos. La realidad es que desde los enfoques de la estética (para entendernos, la filosofía del arte) hasta los enfoques de la psicología cognitiva (para entendernos, la psicología de la percepción) caben multitud de visiones filosóficas acerca de este antiquísimo fenómeno que es el jardín.

Muchos filósofos ya apuntaron en sus obras algunas reflexiones (por ejemplo, Bacon, Kant, Burke o Goethe, por citar unos pocos) y sobre ellos volveremos en otra ocasión. Me interesa ahora destacar a dos de ellos, contemporáneos: Rosario Assunto y su discípulo Massimo Venturi Ferriolo.

Rosario Assunto (1915-1994) basó toda su reflexión sobre el jardín en su concepto de la estética no como simple filosofía del arte (de lo bello) sino como idea motriz y piedra angular de un modo de vivir y de pensar. Sus enfoques son, seguramente, elitistas, por cuanto no admite la idea de que los parques actuales sean, en modo alguno, "jardines", en su sentido más puro y sublime. Es interesante su relación con la filosofía kantiana, por un lado, y la filosofía de Dilthey, por otro, lo que en un cierto sentido le acerca a Ortega. Son esenciales sus reflexiones sobre la época del paisajismo, junto con su irritante e interesantísima a partes iguales Ontología y teleología del jardín (Tecnos, 1991). Interesantísima y yo diría que fundacional: su autor es uno de los pioneros del siglo XX en la relación del jardín con la filosofía. Irritante porque, me parece, emplea una terminología carente de rigor y da de lado el imprescindible estudio histórico del jardín para sistematizar una teoría que permita entenderlo. En cualquier caso, de lectura obligada.

Massimo Venturi Ferriolo (1951) aprendió de su maestro, pero su línea es mucho más historicista y hegeliana. Ha escrito una obra fundamental, Giardino e filosofia (1992), y es un pensador habitual en reuniones jardineras, al menos en aquellas en las que se reflexiona sobre la idea de jardín y no simplemente sobre jardines concretos. La suya es una actividad reivindicadora del clasicismo en el paisaje, de las grandes corrientes románticas e idealistas alemanas como motoras de un cierto paisajismo y de la cultura del libre pensamiento en el desarrollo estético del jardín. Hay que conocer bien sus estudios sobre Goethe, Rousseau y la antigüedad clásica (es modélico su acercamiento al Sócrates platónico) para entender que es uno de los grandes "a cuyos hombros habremos de subirnos" para seguir avanzando en la apasionante tarea de relacionar jardín y filosofía.

Hay más autores y obras e irán apareciendo por aquí. En esta reconversión (espero que definitiva) de la bitácora iré introduciendo mis lecturas y algunas ideas complementarias sobre textos y autores que son de primordial importancia para nuestro estudio.

¿Jardín y filosofía?

Si se acepta que el estilo de cualquier jardín responde a las ideas culturales y sociales de su época, debe aceptarse entonces que la filosofía, en sentido amplio, como estudio del pensamiento y de las ideas, tiene algo que decir en la comprensión de lo que es un jardín.

No es nada nuevo, por otra parte. Filósofos como Bacon, Kant, Shaftesbury o Goethe han reflexionado sobre el jardín y han apuntado, incluso, sus propias ideas sobre el mismo. Hoy, esta línea de investigación y pensamiento va avanzando y haciendo camino al andar.

Pueden verse detalles y textos electrónicos de gran fundamento en la biblioteca de Dumbarton Oaks, en Washington D.C., un instituto de investigación relacionado con la Universidad de Harvard. Dumbarton Oaks, que en 1944 acogió una reunión de alto nivel que sirvió de base para la creación de la ONU, posee amplias colecciones de arte y unos magníficos jardines, obra de Beatrix Jones Farrand. Pero su máximo valor, a mi parecer, consiste en la investigación que promueve, con becas y ayudas generosas. La sección de Paisaje está dirigida por Michel Conan que, justamente, está dando un grandísimo impulso a los estudios que relacionan, en un sentido muy amplio, el jardín y la filosofía.

De todo esto, y además de historia del jardín, y otros asuntos, se hablará aquí. Viene esta bitácora a sustituir a las dos que, con diferentes servidores, he venido manteniendo (mal) en los últimos meses. Espero que el cambio, a mayor legibilidad y agilidad, sea para bien. Los visitantes y lectores serán quienes lo digan. A todos, gracias por anticipado por pasar y leer.