jueves, 26 de abril de 2007

Maneras de contar la historia: una reflexión

Una lectura interesante de los últimos días ha sido el artículo de John R. Bryson y Philippa A. Lowe, "Story-telling and history construction: rereading George Cadbury's Bournville Model Village", publicado en el nº 28 (2002) del Journal of Historical Geography, pp. 21-41. El artículo recorre la formación del pueblo de Bournville (1895) como parte del movimiento inglés de las ciudades-jardín y por ello modelo de muchas otras ciudades de posterior factura. ¿En qué consiste el interés de este artículo?

Aparte del obvio por la historia de Bournville, que se desmenuza y ofrece muchos aspectos nuevos, hay, al menos, otras dos facetas que tienen una aplicación muy clara al jardín y a su historia. Intentaré resumirlas y sacar alguna conclusión que pueda servir para la reflexión.

En primer lugar, lo que los autores proponen es releer la historia escrita de Bournville y desbrozar la que llaman "historia admitida o aceptada" (accepted history), es decir, la historia tal y como comúnmente se acepta que fue y se transmite, para llegar a la que llaman la "historia alternativa" (alternative history) que tiene en cuenta otros aspectos no bien estudiados hasta ahora y que dan un cierto vuelco a lo que conocemos de esa ciudad. Por simplificar, aunque los autores dan todos los matices del caso, la historia aceptada da por hecho que Cadbury propuso un tipo de urbanismo de baja densidad, no restringido a sus empleados, mientras que la historia alternativa apunta más bien a la formación de una urbanización a la que los fines especulativos no son ajenos y sin zonas ni elementos comunales propiamente dichos. Este planteamiento oculta además dos hechos de importancia: uno, que Cadbury adscribió, una vez realizado, su ciudad al movimiento de las ciudades-jardín, pasando a ser considerado como modelo del mismo, y dos, que Cadbury tenía unas ideas acerca de la célula familiar (de carácter burgués y patriarcal) que trató de inculcar a los compradores y moradores de Bournville, propugnando una pauta de padre trabajador y hortelano (que cultivaba el huerto para contribuir a subvenir a las necesidades familiares) y de madre ama de casa. Antes de criticar netamente el modelo (que hoy nos parece retrógrado, pese a que en buena parte del mundo, entre nosotros también, sigue siendo el principal modelo vigente) conviene no olvidar que hablamos de los inicios del siglo XX, en los cuales se estaban sustanciando los movimientos de liberación proletaria y femenina, que darían con el muro de la Primera Guerra Mundial y luego con la Guerra Civil española, la ascensión del fascismo y la Segunda Guerra Mundial. En tan sólo 50 años el modelo cuestionó la sociedad burguesa reinante desde el siglo XVIII, propuso fórmulas revolucionarias para sustituirla, las probó en diferentes lugares y con distintas escrituras y cayó derrotado cediendo el protagonismo a una sociedad democrática y nominalmente igualitarista, pero de inspiración capitalista y burguesa. Lo ocurrido hasta la caída del Muro en el 89 no es más que una agonía penosa, que además mostró la peor cara del socialismo: su rodillo estatalista y su nula conciencia acerca de la individualidad. Pero esto nos llevaría muy lejos.

Como no podía ser menos, la historia que se nos cuenta tiene que ver con el enfoque social de quien la cuenta. Eso es obvio y ocurre también en el caso de Bournville. Es interesante su aplicación aquí porque Bournville pasa de modelo social a escenario urbanístico contemporáneo y, por ello, ofrece no pocas enseñanzas.

Pero, en segundo lugar, esa lectura nueva que los autores sugieren con respecto a Bournville, puede aplicarse también a nuestra lectura de los jardines. ¿Hemos leído correctamente su historia? ¿Quién nos la ha relatado? ¿Qué debemos restar, sumar o indagar de nuevo respecto a cada versión oficialista que se nos ha contado? No se trata, por supuesto, de creer que en todas partes se oculta el engaño. A veces lo hay, pero no es eso lo principal. Sino, más bien, que el enfoque de cada historiador es diferente al de otro y por ello ofrece facetas diversas de un mismo objeto, en este caso, de la historia de un jardín o de los jardines. Creo que no sorprenderá a nadie si digo que, en mi opinión, se debe disponer de una herramienta teórica para abordar la Historia del Jardín y de los Jardines. Si todo entra indiscriminadamente en el mismo saco, sin distinción, lo que saquemos de él será confuso y mal orientado. De ahí mi insistencia en contar con una Teoría del Jardín, algo que nos proporcione un marco dentro del cual nos movamos con homogeneidad para poder entendernos. Sé que habrá quien considerará esto pedestre; quien lo tendrá por ordenancista; he compartido mesas redondas con arquitectos y profesionales prestigiosos a quienes semejante idea de una teoría parecía no sólo innecesaria sino absurda (ganas he tenido de vez en cuando de poner algunos ejemplos de la propia historia de las ideas en los que muchas de estas reticencias se debían, sin más, al miedo a la pérdida de la posición de privilegio). Pero basta con coger casi cualquier libro de historia del jardín para comprender que una narración basada en descripciones, o en sucesiones de hechos, o en (como es tan común entre nosotros) muchas y babosas admiraciones hacia los monarcas y los nobles españoles que hicieron jardines, para comprender, digo, que una narración así no lleva a parte alguna. La historia es interpretación por mucho que haya quien la quiera aséptica y limpia de adherencias: la del jardín no es una excepción y mostraré un ejemplo tan sólo para que se vea en qué consiste esa "descarga" ideológica que no es más que una "dejadez" filosófica de la cuestión que realmente importa.

Cuando un historiador del jardín muestra esa admiración tan bobalicona por nobles y monarcas (dígaseme, por favor, qué otra cosa debían hacer aparte de administrar sus tierras y sus súbditos), oscurece (cuando no oculta) el hecho de que el jardín , así planteado, es un privilegio de unos pocos. Históricamente, eso no es bueno ni malo. Es un hecho. De ahí a considerar que los parques públicos actuales son, por ser de todos, reductos sin interés que merezcan la atención de los diseñadores más exquisitos, oponiéndolos por ello mismo a los "auténticos" jardines (los privados), no hay más que un paso (no estoy inventando nada: la teoría elitista de Assunto así lo explica. Véase su Ontología y teleología del jardín). Pero considerar así los jardines públicos de hoy supone, sin dudarlo, darles de baja en una continuidad histórica que tiene su origen en la noche de los tiempos (no en el Génesis). Y por ello, hacer de menos a los modelos actuales.

Pero, todavía más, obliga a otras componendas: como es difícil sostener sin crítica (y no olvidemos que el modelo que critico es admirativo) que sólo los poderosos podían disfrutar de jardines y aceptarlo sin más, es consecuente dar por hecho que en todas esas sociedades hubo siempre jardines públicos. El primer ejemplo que se pone es el del Imperio Romano (una de las maquinarias legales más opresoras de todos los tiempos; recuérdese que los investigadores dan como cifra probable un 65-75% de población sometida a la esclavitud). Lo que subyace tras este enfoque son dos afirmaciones, a cual más discutible: 1) que los gobernantes no eran tan malos y atendían a las necesidades de su pueblo, al proporcionarles estos espacios; y 2) que esos jardines públicos eran "mejores" en estilo y diseño que los actuales, justamente por ese origen noble. ¿Exagero? Creo que no, aunque sé que muchos no estarán de acuerdo con una interpretación tan radical (dicho sea de paso, la radicalidad aquí quiere tender a la verdad y por tanto admite cualquier tipo de crítica bien fundada). Creo que hace falta hurgar un poco en el enfoque y disponer de algunos esquemas previos para poder desmontar estas falacias: de uso público, sí, pero sólo para los súbditos y por ello, para individuos sin derechos. Es decir, espacios pseudo-públicos (como los coliseos) en donde se podía entrar cuando se permitía la entrada, pero nada más. La propiedad, el dictamen sobre el uso y sus restricciones quedaban en manos del emperador.

Me parece por ello conveniente disponer de narraciones claras y no lastradas ideológicamente (en lo posible) y sí formadas filosóficamente, mediante teorías comprobables o refutables. Lo contrario, creo que sin mucha ironía, son ganas de marear la perdiz y no entrar a fondo en las cuestiones que interesan. Comentaré en otro momento el libro citado de Assunto, que ha sido una de mis lecturas de cabecera en los últimos tiempos porque, si bien me parece sugerente que un filósofo dedique tanto afán al jardín, me parece que sus conclusiones, a más de elitistas, son erróneas. Justamente porque no dispuso de una teoría completa acerca del jardín. ¿Ah! y comentaré que su elitismo, pese a su interés de hacerlo parecer al de Ortega, tiene poco que ver con el del filósofo de las masas.

Lo cual nos lleva, más brevemente, y en tercer lugar, a la narración que de los jardines abiertos actuales hacemos. ¿Por qué me parece importante? Basta ver el estado de muchos de nuestros jardines públicos para darse cuenta de que el modelo que se propugna es un "todo a cien" jardinero. Basta mencionar que un jardín tiene plantas autóctonas, que es sostenible, que alberga zonas deportivas u otras zarandajas por el estilo para que los ciudadanos (poco avisados) crean que el jardín que les plantean es el mejor de los posibles. Basta con ver lo que se hace en Berlín, París o Londres para darse cuenta de que los modelos, allí, son otros (y, por lo general, mejores).

Me parece superfluo insistir en estos asuntos porque creo que están claros. No es una mera cuestión de propaganda. No se trata de vender el producto (que es lo que ahora se hace) sino de dar cuenta de él de manera razonada a quien lo paga y lo usa: todos. ¿Cómo? Formando. Explicando. Dando normas de uso. Fomentándolo. Valorándolo. No haciéndolo competir con los automóviles, con el urbanismo desaforado o con las ideas arquitectónicas (u otras) de moda. En definitiva y por el contrario: haciendo cosas que no hacemos, o hacemos muy mal.

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